ESPLENDOR EN LA MESA: EL ORO COMESTIBLE

«Un pequeño cuadrado posado en el centro de un aro, convertido en perfecto gracias a la combinación cromática y al contraste entre la superficie compacta del arroz y la hoja de pan de oro encrespada por el calor»: era el año 1981 y el cocinero Gualtiero Marchesi contaba así su famoso Risotto azafrán y oro.  Le corresponde a él y a su plato el mérito de haber devuelto al oro comestible un papel protagonista en la cultura gastronómica italiana.

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Hoy en día muy apreciado por los chefs de todo el mundo, el oro comestible no es una novedad de la cocina contemporánea. Su uso cuenta, por contra, con una historia milenaria. En la antigua Mesopotamia las hojas de pan de oro eran un privilegio exclusivo de las mesas reales; en Egipto se empleaba el polvo de oro para amasar los panes destinados a los faraones y en la Roma imperial se esparcían migas de oro sobre los dulces como hoy en día se hace con el azúcar glas.

El uso de oro en la cocina está bien documentado también en las cortes feudales de la Edad Media en Europa. El historiador Bernardino Corio cuenta que en el año 1368, en la celebración del matrimonio de Violante Visconti con el hijo del rey de Inglaterra, se sirvieron más de cincuenta platos decorados con oro comestible: cerdos, liebres, truchas, codornices, perdices e incluso un cordero entero, completamente dorado.

El fascinante esplendor del oro en el Renacimiento se convirtió en una auténtica obsesión, tanto que el consejo de la ciudad de Padua se vio obligado a poner freno al deseo de sorprender a los invitados, y prohibió por ley que en los banquetes nupciales se sirvieran más de dos platos decorados con oro. La prohibición no afectó a la cercana ciudad de Venecia, donde en enero de 1521, con ocasión de una gran fiesta en el Palacio Venier en honor a un príncipe napolitano, se ofrecieron incluso ostras revestidas con hoja de pan de oro. Setenta años después, causó sensación un banquete romano en honor de duque Guglielmo de Baviera: en esta ocasión la maravilla llegó en forma de faisanes servidos con plumas cubiertas con gotas de oro y panes convertidos en preciosos gracias a hojas de oro y plata.

Nada que envidiar a la celebración, hace algunos años en Londres de Chris Large, excéntrico chef del restaurante Honky Tonk que incluyó en su menú (a un precio de 1100 libras) la Glamburger, una hamburguesa de ternera y ciervo, con caviar ruso, azafrán iraní y copos de hoja de pan de oro. 

Extravagancias aparte, hoy el oro comestible es en realidad un lujo al alcance de todos: para convertir en único e inolvidable un plato o una copa de champán basta un toque de polvo o una pizca de migas de oro puro, cuyo coste es equiparable a aquel de las especias más preciadas como el azafrán. 

Además de por su extraordinario potencial escenográfico, el oro comestible ha tenido durante siglos un gran éxito porque se creía que tenía importantes propiedades curativas. El médico y alquimista del siglo XVI Paracelso estaba convencido de que el oro y la plata – apropiadamente tratados y diluidos – favorecían la regulación de las funciones cardio-circulatorias y muchos de sus colegas hicieron un amplio uso del oro en la preparación de medicamentos, considerándolo una auténtica panacea. 

Hoy sabemos que el más noble de los metales es en realidad biológicamente inerte y no interfiere con el funcionamiento de nuestro organismo.  Pero lo que no deja de conquistar a todos es la fascinación de su extraordinario brillo y la magia ligera e impalpable de aquello que cubre, con pocos y sencillos gestos, cada plato. 

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